Archivo de la etiqueta: nostalgia

No es calor si no sudas

Ahora pongo el ventilador.

No eres tú. Es la nostalgia.

No, verás, atiende. No es cuestión de si ahora eres más simpático, si has cultivado tus conocimientos o si bebes zumos ecológicos. Escucha, es la nostalgia.

Creo que no te queda claro. Mira, no es que tu nuevo trabajo no sea bueno ni que ese piso que estás decorando no te esté quedando de muerte. Sí, esa nueva afición tuya a pintar miniaturas bélicas requiere una meticulosidad venerable pero es que no es nada de todo eso. Es la nostalgia.

La nostalgia es lo que va a estropear todo esto. La nostalgia de sentir que en el fondo, da igual lo bueno que seas ahora da igual lo que hayas mejorado da igual lo que te hayas esforzado en pulir tus defectos, en el fondo, reconozco la misma persona con la que coincidí hace tantos años. Y me pone triste.

Triste al saber que no va a volver. Que aquellos momentos que desperdiciamos no los puedo enmendar con nadie, porque aquella persona no eres tú aunque os llaméis igual. Hablamos de lo que fuimos sabiendo que no lo somos ya, queremos acabar siendo lo que ahora no podemos llegar a ser aunque nos esforcemos.

No es lo que sientas, ni lo que sienta yo. Es la nostalgia. Eso es lo que me devora y lo que te emborrona en mi memoria. Eso es lo que quedará de nosotros, nostalgia. Empañando un pasado y masticando un presente que a trozos se levanta con la brisa de un futuro que no nos podremos explicar.

Porque lo que nos une es nostalgia. Y hasta eso se acaba.

 


El único Yo que existe

No es pasar página si el álbum es distinto.

No creo que los sueños sean premonitorios de nada. Son simplemente una marea pegajosa que sale de nosotros, arrastrando pensamientos e ideas pegados en las rocas de la memoria y olvidados de los vientos. A veces, aglutinando estos retazos de recuerdos se construyen imágenes lo bastante consistentes para que apreciemos detalles que habíamos pasado por alto en otro tiempo. Y creemos estar adivinando el futuro, cuando lo que estamos haciendo es aprender de un pasado que nunca nos abandonó.

Hoy he tenido uno de esos sueños.

Un sueño reveleador, una elevación de marea motivada por la gravedad de un deseo que me consume. Estos pequeños pensamientos, estas visiones fugaces y brillos tenues en la noche se han hecho por fin claros ante mí. Sabía lo que tenía que buscar y dónde, y además sabía que lo encontraría. Daba por perdido algo que siempre supe dónde estaba simplemente por no querer recordar. Por qué tenemos ese miedo a la nostalgia, a que el presente se resquebraje durante unos instantes y se rompa como una ventana ante un huracán, azotándonos con las sensaciones que nos han hecho como somos. Por qué tenemos ese miedo a entendernos, me pregunto.

Siguiendo las instrucciones que me he narrado a mí mismo durante la noche, todo ha sido sencillo. Las fotografías, por supuesto, seguían ahí. Nuestro primer encuentro, perpetuado a través de más de una década de desarrollo tecnológico y migración emocional. Da igual a quién conociéramos, cuánto nos decepcionáramos, qué lugares visitáramos, cuánto recordamos de aquello. Todo sigue ahí, tan eterno e imperdurable como el primer día, para nuestro deleite. Aún después de más de 10 años hablando, en alguna parte somos aún desconocidos.

Y entonces cojo las fotografías y las paso a mi ordenador actual. Un ordenador donde almaceno nuestras últimas fotografías, aquellas hechas con una luz horrible. Llenas del encanto del presente, de un reencuentro deseado, de astillas incrustadas en el corazón. Nuestra primera y nuestra última vez, conviviendo a través del tiempo. La magia de la tecnología, la eternidad de lo material. Somos al mismo tiempo desconocidos y amigos, eres al mismo tiempo un capricho de verano y un impulso irrefrenable de madurez. Simpatía y puro deseo, un «ya nos veremos otra vez» y un «quiero estar contigo para siempre».

No necesito pensar en todo lo que hemos vivido, lo tengo ante mí. No necesito pensar en lo que siento, pues siempre ha sido lo mismo. Ahora lo entiendo por completo, ahora dejo de huir de ello. La realidad dándole la razón a la imaginación por una vez, el presente recriminando al pasado «¿ves? yo tenía razón». Mirando estas fotografías, las primeras que hice con una cámara digital y las últimas que he guardado con un teléfono móvil, por fin veo la constante. Por fin veo lo único que he mantenido durante mi paso a la madurez.

Y lo siento, de verdad. Lo siento por las malas experiencias que me haré pasar, pero no puedo dejar de amar ahora. Lo llevo haciendo toda la vida.


Te equivocas de estación

Lo copié de una canción.

Reproducir. El primer verso dice.

Ningun sentido tiene la espera

en los ojos del que dejó de ver el Sol

para ir buscando la luna llena.

Y parece que hable de desear algo que no será tuyo con notas de amor inalcanzable, pese a que entre las letras se adivinan tonos de superación personal enmascarada de vergüenza.

La melodía sigue.

Observa entre paredes y musgo,

¿de quién es esta casa?

¿de quién el imperio del que estas sábanas hablan?

Se estaría tratando de la nostalgia tras la última noche antes de un viaje planificado en mitad de un desayuno bajo en calorías. Aunque guarda similitudes con una visita sorpresa a deshoras bajo la lluvia, un mensaje que se pierde en un buzón a rebosar de promesas por cumplir.

Llega el estribillo. Es pegadizo.

Sal, vete y camina

deja que se haga tarde

Sal, vete y camina

esta noche debes marcharte.

El deseo de una amante insatisfecha con su felicidad, órdenes contradictorias de un corazón enmarañado entre recuerdos. Qué tal frases robadas de las voces interiores de un capricho que se cumple sólo mediante miradas.

Música, sólo eso. A veces no es nada, a veces lo es todo.


Cariño, no leas esto

Adoración en retrospectiva.

Las mañanas como hoy (en la que, con el aspecto descuidado de pelo alborotado y barba de semanas fruto de la época de exámenes, acompaño a mi hermano pequeño al autobús del colegio) no puedo evitar pensar que mi ex se hubiera puesto muy cachonda. Le gustaba esa relación paterno-fraternal que tengo con el pequeño de la casa, supongo que porque en su recóndito cerebro interior de mujer diseñada biológicamente para la cría de neonatos hervía un sentimiento de afecto hacia una figura paterna futura para sus retoños. También me estuvo insistiendo, mientras estábamos juntos, de que me dejara la barba pero siempre me había resultado algo molesta y antiestética (como mucho la obsequié con una perilla sin bigote y unas largas patillas, pero no hubiera a soportar más pelo en mi juvenil rostro). Si me viera ahora, te lo aseguro, se me tiraría al cuello para arrancarme la piel a tiras mientras me llama «su lobo» o algún otro animal de bosque. Una vez incluso me confesó que le ponían bastante caliente esos chicos de aspecto descuidado y aire bohemio que no parecen estar pendientes de su aspecto pero que tampoco llegan a ser unos cardos. Si me viera ahora, seguro que estaría orgullosa de mi pelo encartonado y mi remolino rebelde sin controlar en el cogote.

Aunque por otra parte, si mi ex leyera esto se pondría hecha una fiera. Me diría que tenemos que hablar o directamente cortaría nuestra relación con un mensaje de texto a deshoras en mi teléfono. Con ese cabreo elegante que tienen las mujeres para decirte que te odian, por supuesto.

Porque a mi ex tampoco le gustaba que durante nuestra relación hablara en mi blog de mis relaciones anteriores.


Cuando ese final fue algún tipo de comienzo

Mientras el resto de jóvenes cuenta los condones de su cartera, yo me siento a escribir.

Figúrate tú qué tontería.

Estamos a 3 horas y media de final de año y me da por recordar una pequeña anécdota. En mi anécdota ya han sonado las campanadas y todo el mundo ha brindado. También hay un chico sentado frente al ordenador, como ahora, pero el ordenador está en el piso de abajo y no se encuentra escribiendo al vacío: hay alguien al otro lado. Sí, un chat, cerebrito. El chico de mi anécdota está hablando con una chica que conoció hace pocos meses y de cuya relación vamos a obviar más detalles. Sólo decir que se tienen la suficiente confianza y aprecio como para estar, apenas dos minutos después del estreno de año, hablando por Internet. Entonces hay algún problema con la línea o vete a saber qué mierda y el chaval la llama por teléfono. Como hay mucho ruido en su casa, el tío sale a la calle (estamos hablando de apenas 5 grados de temperatura) y pasea hasta la playa mientras conversan. Al chico no le gusta hablar por teléfono y la playa está a 15 minutos caminando. Le da tiempo a volver a su casa sin colgar, así que hazte una idea del contexto emocional de toda esta parafernalia.

Figúrate tú qué tontería, que aún tengo que vestirme y dejar listos los preparativos para la cena y se me ocurre una anécdota.

Figúrate tú qué tontería, que de los 23 fines de año que he pasado, es el mejor que recuerdo.

Figúrate.

Qué tontería, verdad.


Despedidas (I)

despedida.

1. f. Acción y efecto de despedir a alguien o despedirse.

2. f. En ciertos cantos populares, copla final en que el cantor se despide.

Otra actividad habitual del ser humano: despedirse. De objetos, lugares, personas. Recibimos y despedimos toda clase de cosas a lo largo de nuestra vida, ¿te habías parado a pensarlo? Despedirse de las cosas es básicamente lo que nos distingue de los animales, lo que nos dota de lo que algunos llaman ‘alma’. Me despido ergo sum.

Ayer me despedí de mis sandalías (las pobres, tras tantos años de leal servicio finiquitaron su vida útil de una grotesca forma) y hoy de mis compañeros de trabajo. Debo haber sido más humano en estos dos días que en el resto del mes. Pero más que la despedida tal vez lo que nos haga humanos es lo que viene después, lo que esa despedida comporta. Todo lo que desencadena una, aparentemente, inocente pregunta:

«¿Nos echaras de menos?»

Les digo que «posiblemente sí». Intento jurarme a mí mismo que no, que yo no «echo de menos» a la gente. Que en cualquier caso, suelo echar de más. Pero entonces llego a mi casa, me siento frente al ordenador a buscar definiciones en el diccionario y pienso: «Espera un momento, amigo».

He llenado líneas de este blog con anécdotas de trabajo. He puesto ingeniosos motes y me he basado en anécdotas que he oído y vivido para algunos de mis relatos e historias. Algunas de ellas incluso me han ayudado en las conversaciones para evitar silencios incómodos, y muchos de mis compañeros se han convertido en singulares iconos a los que utilizo como referencia en muchas de mis sarcásticas bromas. No en vano, todo lo que me niego a recordar de ellos es lo que está llenando la entrada de hoy.

¿Echarles de menos? Bueno, tal vez no me he interesado en pedirles el teléfono para quedar un día. Tal vez he dejado a medias una sesión de juego en red con dos de mis compañeros de trabajo y no he memorizado ninguno de sus nombres para agregarlos a una red social. Sí, es posible que dentro de unos días ni tan siquiera recuerde sus caras. Pero les he dedicado unas líneas y unos minutos en mi mente, ¿qué hay más preciado que eso?

He escrito sobre ellos. Así es como yo echo de menos a las personas.