La cuna

Un estruendo de piedra, polvo y acero sacudió la estancia desde el exterior. Uno, dos, tres férreos golpes y los muros que tantos siglos llevaban resguardando el pasado cayeron ante la impaciencia de las máquinas. Carlos trepó sobre los escombros y gritó ilusionado:

—¡Divina gloria, lo tenemos! ¡Lo hemos encontrado! —algunos murmullos se oyeron tras de él, sus ayudantes y compañeros de excavación dándole palmadas en los hombros—. ¡Una sala de baños completamente intacta!

La estancia era de un color terroso adornado con filigranas de color crema, como el interior de un barquillo de chocolate blanco y canela. Algunas columnas esparcidas como virutas aportaban solidez al esponjoso conjunto y unas baldosas de simétricas figuras le daban una textura crujiente. Pero lo que de verdad hizo babear a Carlos fue hallar, en el centro de la estancia, un gran rectángulo de agua cristalina cuyo fondo hecho de pequeños cristales de topacio y amatista ondulaba como si intentara esconderse de la mirada del joven arqueólogo. Expresando en sus ojos esa admiración que sólo puede sentirse al destapar un libro que nadie ha leído antes, preguntándose cómo tal obra de arte había permanecido oculta durante siglos, Carlos miró al fondo de la enorme piscina buscando su reflejo.

Pero no era el reflejo de Carlos lo que había en la piscina, sino el reflejo de André DesCamps hablando con su mujer. Él estaba sentado en un sillón de doradas borlas y respaldo tapizado de carmín, mientras su mujer preparaba un té. Hablaban de sus propiedades en las afueras de la ciudad y sobre el acomodarse de una vez y formar una familia estable. André insistía en la necesidad de madurar de una vez y no verse cegados por las riquezas y las posesiones mientras su mujer, Catalina, asentía murmurando entre sus carnosos labios y contemplaba su reflejo en el agua hirviendo.

Pero no era el reflejo de Catalina lo que la tetera reflejaba, sino el reflejo de Takashi Namoro caminando por la tarima flotante de cañas secas de su palacio. Pese a que su enloquecida vida sentimental le había costado las réplicas de todo su shogunato, con un matrimonio fallido y una hija sin madre a su cuidado, Takashi creía haber conseguido la estabilidad con su segunda esposa y con otro hijo, alguien que podría gobernar y extender todos aquellos territorios y tribus que su padre había conseguido unir durante tantas décadas. Takashi paseaba meditando todo esto mientras llegaba a su estanque interior de nenúfares y carpas anaranjadas. La esbelta figura de las pagodas se abría aquí a un oscuro cielo nocturno de brillante luna, que alargaba sus plateados dedos hasta el estanque de Takashi.

Pero no era la Luna lo que se reflejaba en el estanque, sino la fiesta que Vurgstagg Odinson celebraba en su casa para honrar la llegada de la temporada de estío. Las últimas escaramuzas con la tribu rival habían acabado en victoria y el almacén rebosaba de carne y lanas, así que la tribu de los Odinson tenía merecidos motivos para celebrarlo. El asado, las jugosas bayas y la hidromiel paseaban entre las manos como copos de nieve entre hojas de pino durante un fuerte vendaval, y Vurstagg se levantó con un sonoro gruñido pidiendo un brindis.

—¡Me gustaría que alzáramos nuestras copas para dar la bienvenida al Sol y a sus frutos! —todos los hombres aullaron—. ¡Por cien lunas más de prosperidad y honor!

—¡No me hables de honor! —interrumpió Udülfragg, uno de sus mejores hombres de armas—. ¿Quién eres tú para hablar de honor y prosperidad cuando acumulas todas nuestras recompensas para ti mismo? ¿Quién eres tú para hablar de calor y fraternidad cuando estás dejando morir de frío a tus hermanos de empuñadura? ¿Debo explicar a los presentes la realidad de nuestras campañas tras el bosque? ¿De nuestros sufrimientos en alta mar?

—¡No consiento que me hables en ese tono, Udülfragg! ¡Te vas a tragar tus palabras!

—¡Trágate tú ésto, inmundo pellejo de vísceras! —con un rápido movimiento sorprendente para su pesada envergadura, Udülfragg tomó con fuerza el bol en el que los comensales se limpiaban manos y barbas y se abalanzó sobre Vurstagg. El resto de invitados no hizo nada para evitar la enfrenta, ni mucho menos para sacar el gaznate del enorme Vurstagg de la sucia agua repleta de trozos de tripas y vetas de grasiento aceite. El patriarca intentó ofrecer una resistencia inútil contra el hombre que tan bien había entrenado desde joven y dejó al agua penetrar en él. La dejó arañar su garganta, encharcar sus pulmones. Y cuando quiso tomar la última bocanada antes de saludar al infierno, se vio en un hermoso estanque nocturno.

Pero no era Vurstagg el que paseaba por el estanque, si no Takashi, al que un agudo chillido sacó de sus pensamientos, el grito de su hijo de pocos días de vida. Corrió hacia la sala de aseo, donde encontró a su primera hija Nakami sujetando al pequeño hijo de los Namoro por debajo de sus sutiles brazos. Takashi suspiró aliviado y se acercó a sus dos hijos para abrazarlos, pero Nakami reaccionó a sus pasos sumergiendo al pequeño neonato en las aguas del baño familiar.

—¡Detente Nakami! ¿Qué crees que haces con tu hermano?

—¡Él no es mi hermano, padre! ¡Es sólo uno de tus últimos intentos de mantener el poder sobre tus dominios! ¡Una muestra de tu debilidad! —pequeñas burbujas salían de la bañera, cada vez en menor número—. ¡La última muestra de debilidad!

Takashi saltó entonces sobre su hija, pero ésta se metió también en la piscina, ejerciendo toda la fuerza que pudo contra el pecho desinflado del pequeño heredero Namoro. Las burbujas dejaron de salir de entre sus diminutos labios, y Takashi tuvo que tirar de su hija con fuerza suficiente como para sentir crujir alguno de sus frágiles huesos bajo el agua. Entonces, el mismo Shogun saltó también dentro de la piscina, mezclando sus lágrimas con los últimos restos del alma diluida de su hijo en las aguas de la bañera familiar. Saboreando el salado gusto de la muerte.

El mismo gusto que ahora parecía recordar André entre sus papilas. Se limpió la lengua y el borde de los dientes con un delicado pañuelo de seda y continuó hablando con su mujer. Una conversación cada vez más intensa, un debate cada vez más caliente que Catalina se estaba tomando demasiado a la defensiva.

—¿Qué problema tienes con decidirnos de una vez por establecernos formalmente? —preguntó intrigado André—. Creí que teníamos claro hacia dónde nos llevaba ésto…

—Tú lo has dicho, André. Lo teníamos.

Catalina sirvió el té a su marido, pero no se sentó con él a la mesa. Permaneció de pie con su delantal de finas hebras de algodón.

—¿Qué quieres decir con eso, Catalina?

—Digo que las personas cambian, André. Digo que el tiempo no pasa en vano para nadie. Lo que digo, querido —Catalina juntó sus manos a la altura de su entrepierna—. Es que he conocido a otro hombre.

—¡Ja! —rió André sin entusiasmo—. ¿Y se puede saber qué significa eso?

—Significa que soy feliz en otros brazos, André. Significa que hay otra persona que sí puede darme lo que tú no me das.

—¡No digas barbaridades, zorra infiel! —André seguía sonriendo con confianza—. Te saqué de la pobreza, de trabajar en aquél mugriento taller, y te di lo que toda chiquilla querría tener en todo el continente. Has visto mundo, probado cosas que sólo salen en los libros. ¿Vas a renunciar a todo eso por otro —André sorbió su té—… hombre? ¿En serio? ¡Ja! ¡Es rídiculo!

—Yo no he dicho que deba renunciar a nada de eso, André.

—No encontrarás a nadie con mis riquezas.

—Pues viviremos con tus riquezas.

—¿Ese es tu maravilloso plan? ¿Quedarte con mi fortuna? —André sorbió de nuevo su té—. Para conseguir eso tendría que firmar papeles que no pienso firmar o tendrías que… ¡Ja! Envenenarme o algo así.

Catalina extendió entonces la comisura de sus labios formando una diabólica sonrisa, y André se estremeció. Contempló su taza de té, turbia y humeante, y empezó a sentir ardor en su garganta. Como un reguero de fuego le recorría las entrañas y explotaba en su estómago, cómo todas sus vísceras parecían licuarse, cómo su piel parecía exudar ascuas al rojo vivo. Soltó la taza y ésta se rompió a su pies, hirviéndole la punta de unos pies descalzos con el agua que le había traído la muerte.

Sólo que no era André quien sentía la muerte ahogarle desde su interior, sino Carlos. Éste se replegaba en el suelo y gritaba con un aullido seco, carraspeando en áspera agonía. Sus compañeros de excavación se acercaron a socorrerle, no sabían qué le podía estar pasando. Carlos arañaba las crujientes baldosas dejando un reguero de pequeñas esquirlas de uñas, sintiendo la traición apretando su corazón, la muerte de un ser querido hervir en sus lágrimas y la infidelidad de un amante mordiendo su cuello. Pero no podía pronunciar palabra sobre ello. No podía hablar sobre algo que no estaba seguro de que hubiera ocurrido, no podía culpar a su propio reflejo. Temía demasiado volver a despertarse en otro lugar.

Intentando incorporarse con tembloroso pulso, Carlos alcanzó a gimotear:

—Cerradlo… cerradlo todo… tapiad este lugar… nadie… no, nadie… nadie debe ver esto.

Atemorizados por el eco de su voz, sus compañeros de excavación lo llevaron a hombros hasta el agujero por el que se habían abierto paso, y las máquinas volvieron a corregir sus errores sellando de nuevo con roca y argamasa los pecados del pasado.

Y así el lugar permaneció en calma durante años. Décadas incluso.

Hasta que un estruendo de piedra, polvo y acero sacudió la estancia desde el exterior.


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